viernes, 4 de septiembre de 2015

# La chica que huía hacia atrás.

Hacía temblar a los relojes, gritar a los pájaros,
llevaba bajo la lengua veinte tipos de droga,
uno por cada año que consideraba perdido.

Tenía veinte años
y un par de girasoles en la cara,
y tanteaba los bares hasta que amanecía;
reía y bebía como una enferma
y era hipnótico verla hacerlo,
desbordaba los parámetros.

Tatuaba su nombre en cada baldosa que pisaba
sin tener ni puta idea de que todos la miraban,
y que, todo el que la mirara,
sin presentarse y sin hablar,
iba a ser ya otro esclavo del tartamudeo erotizado,
que suponía verla por primera vez.



Se quejaba siempre del mismo pecado que cometía,
quizás eso acrecentaba el que no creyera lo que todos susurraban,
ella se sentía una ninfa
y un insecto,
tenía en los ojos la magia del último beso.

Ella jugaba a los truenos y siempre ganaba,
se pasaba la vida corriendo,
era un universo paralelo
lleno de alephs, y le encantaba el baile de los huesos,
las trayectorias de un pelo suelto al ritmo
de los Artics.

Su piel quemaba,
siempre helada,
sus dientes desperfectos la hacían,
si cabe,
más apetecible,
como ese último pastel de la vitrina,
como la puerta con el cartel de “sólo personal autorizado”…

Pero  ella no lo sabía, ella estaba anclada en la huida,
corría y buceaba con tal de que nadie la atrapara,
“los corazones salvajes no pueden romperse”, decía,
totalmente consciente de cuantas suturas llevaba el suyo a la espalda.


Había amado a príncipes y a vagabundos,
payasos, héroes, artistas, barrenderos, pintores,
mentirosos, ladrones, pirómanos,
caníbales, y hasta a cobardes.

Y ella bailaba con ellos y se dejaba mecer,
y pensaban los muy imbéciles que eran ellos quienes marcaban el ritmo,
que la hacían feliz porque le estaban enseñando a bailar…

Menuda gilipollez.                            
                                                                                                                                                                                         
Ella, que iba siempre un susurro por delante,
una mirada atravesada y transversal,
que llevaba un almario bajo los dedos y sabía desbesar,
¿cómo podían pretender tal cosa 
si eran los pájaros quienes la imitaban al volar?


Un arañazo en el momento exacto
y ya tenía a sus pies a cualquier imbécil de esos
que pensaban que la conocían,
que la contenían,
que pensaban que un cuerpo sin ropa
era un alma desnuda.

Tenía cloacas y fosas llenas de lodo
entre los pensamientos,
una incontenible tendencia a la crítica extrema,
se humillaba mejor que nadie…

Era atea,
eran los dioses los que creían en ella,
y ella, ignorando las señales,
era digna de ser amada con la brutalidad
con la que ningún monstruo ha amado,
tocarla suponía tocar fondo.

Una nínfula,
una trémula mujer de ideas ácidas,
la exaltación exacerbada del pecado
y del indulto,
ella la carne,
el mar de sangre bajo las manos,
el espejo…

Era la espina más bonita de toda la rosa,
y como una gata burlona contonea el culo
ella movía el suyo y las caderas
y parecía que iba a arder el mundo bajo sus zapatos…


De su boca sus suspiros eran torrentes de lava,
la duda infinita que te besa la nuca,
Schrödinger estaría orgulloso de ella,
porque una palabra suya, basta.



Con el cuerpo lleno de instantes,
una catástrofe,
y un cementerio nuclear,
y ella seguía gritando que estaba en contra del tiempo,
de la muerte,
que estaba a favor de la vida y del verano,
que no creía en la intensidad,
en la amplitud,
en el alcance,
ni en la falsa falacia de las escalas.

Cómo no hablar de su corazón, de sus pozos,
si ella era pólvora, bala de luz, la vida,
tan fría como cenizas apagadas,
y esgrimía su pintalabios
y poseía un amor antropófago capaz de dejarte en los huesos,
era la inmortal cicuta del deseo,
el regalo de navidad que siempre esperas y que aparentemente nunca llega,
y es cierto que si no esperamos a nadie somos más libres y todas esas mierdas,
pero estoy segura de que estaríamos definitiva y rotundamente muertos.

Es esa clase de mujer a la que se ama
como gime lo microscópico,
casi sin darte cuenta hasta levantar la vista del puñetero vaso de ron,
o de la botella de cerveza.

Era la mujer que huía hacía atrás,
más real cuanto más imaginada.

Mirarla suponía transformar tu cara en el rostro de un cefalópodo,
caerte de culo por las escaleras y que el dolor te amortigüe para escribir un poema, 
como diría Diego.

Y en realidad creo que no hace falta que os cuente más,
seguro que estáis mirando alguien de reojo
o recordando su nombre,
así que no sé qué coño estáis haciendo escuchándome a mi
en lugar de estar lanzándoos,
campeones.