lunes, 10 de febrero de 2014

# La mujer de la casa de las lilas.

Vivía en la casa de las lilas, era una mujer excéntrica y mayor, con las manos arrugadas como una hoja de papel cansada.
Siempre se asomaba a la ventana a las diez y treinta y seis minutos de la mañana, y a las tres menos cuarto de la madrugada.
Sin excepción.
Tenía una estantería llena de libros y una pequeña mesita junto al sofá donde se recostaba para leer cerrada con llave. Nunca abrió el cajón en mi presencia, así que llegué a la conclusión de que encerraba en él un sucio secreto, o algo que proteger con su vida.
Su gato, Frodis, -nombre que jamás entendí, pero que tampoco me atreví a preguntarle su significado-, era un gato famélico que se paseaba de aquí para allá con aires de grandeza, como si fuera el amo y señor de la vieja casa que le hacía de hogar, y se lamía y relamía siempre catorce veces cada lado de la cara con sus pequeñas patitas color blanco.
Era un gato negro con las patas blancas, un gato un tanto singular, como la señora que vivía en la casa de las lilas.
La señora no tenía buzón, ni entrada en la puerta para las cartas, decía que eso deprimía a la gente porque les creaba la esperanza de recibir cartas que no iban a llegar.
Tampoco tenía cubo de basura, decía que era una forma estúpida de justificar que las personas nos rindiéramos fácilmente y lo tirásemos todo a la primera grieta, decía que prefería reciclar las bolsas de la compra para la verdadera basura.
No tenía televisor, pero lo suplía con un viejo cacharro que le hacía de equipo de música, era una reliquia milenaria para los tiempos que corrían, leía vinilos, compact disk, cintas de casete, y creo que si le cantabas y pulsabas el botón azul redondo de la izquierda, te grababa.

Más que ancha, era una casa alta, muy alta y muy blanca, a veces me pregunto si no era una prolongación de las nubes, pero lo más raro de todo es que la señora sólo vivía en las dos primeras, el resto estaban cerradas, vacías, sin nada más que polvo y alguna que otra araña vieja anidando en las esquinas.
Tenía unas ventanas enormes, y si las mirabas mucho tiempo daban miedo, parecía que se iba a asomar una bruja, o un demonio, o que te ibas a morir allí mismo, y no lo entendía, porque parecía todo tan apacible...
Pero esa sensación recorría el cuerpo de cualquier mortal que mirara la casa de las lilas.

Al final, cuando me tuve que ir a la universidad, dejé a la señora y a Frodis con sus discos y sus libros y sus ventanas grandes y misteriosas, y a las arañas de las esquinas, y a los metros de altura inalcanzables de la casa, y cuando crecí, encontré trabajo, formé una familia, y estaba a punto de irme a dormir, en mi cama, junto a mi esposo, me acordé de la mujer que vivía en la casa de las lilas, porque en mi salón también había un equipo de música, y yo tampoco tenía buzón, y mi marido tenía llave en el cajón de su mesita de noche, y entonces me dí cuenta de que la mujer de la casa de las lilas, era yo.

Fui lo más rápido que pude a despertar a mi marido porque tenía miedo, pero en la cama no había nadie, y tampoco rastro de que allí durmiera alguien más que yo, fui al baño, pero el espejo estaba roto y sucio, allí no se miraba nadie desde hacía años, corrí a tientas por la oscuridad de mi pasillo hasta la cocina, pero no encontré nada donde mirarme, no había agua clara donde reflejarme ni azulejos claros que dejaran si quiera una imagen de mi figura a mi paso, fui al cuarto de lectura y entre los libros no tenía espejos redondos, ni sitios donde mirarme, no había nada allí donde verme, así que me acerqué a la ventana, abrí las cortinas de un empujón a cada lado, y me quedé muy quieta, mirando el reflejo en el cristal...
Eran las tres menos cuarto de la mañana, un gato color negro con las patas blancas se me restregaba por el gemelo derecho y me miraba desde abajo con cara de señor mayor, y la mujer de la casa de las lilas era yo.