domingo, 19 de mayo de 2013

# Los ojos de mi niña.

Ya no te echo de menos, pero si te pienso conmigo me echo de menos a mi, y eso sí que es un desastre.
Porque yo no me lo creía pero es cierto eso de que al final se echan de menos las heridas que dejan de hacerte.
Que lo ojos son murallas, y no puertas, es algo que nadie entiende hasta que lo vive, y yo ya he pasado por eso, porque yo tengo tantas heridas, de caerme intentando trepar, agarrada a sus pestañas, pero nada, siempre me lanzaba hasta la estratosfera de un suspiro y un parpadeo.

Eran sus ojos, los ojos.
Los ojos del universo, y nadie más podía verlo; nadie porque siempre estaban abiertos, pero nunca con las murallas bajadas.
Y en parte no sé ni de lo que estoy hablando, no sé si tiene sentido escribir sobre los ojos de mi herida, pero es que eran tan bonitos...

Más bonitos de lo que son ahora incluso, porque parecían más brillantes cuando me miraban a mi.
Bañados de alegría y de risa, pero nunca dispuestos a dejarme atravesarlos con un verso, o con un beso. Siempre impenetrables, como un trozo de hielo tallado que te refleja difuminadamente, siempre lanzándome al vacío con un guiño o con un reflejo de mi cara en ellos.

Y fueron sus ojos los que me dejaron sin aire, y tras la muerte de mirarlos alejándose, fueron sus ojos los que me insuflaron aire, aunque me miraran de reojo al cruzarnos por la calle, fueron una bomba, y resucité, sólo que un poco más triste, un poco más libre, y un poco más sola.